miércoles, 2 de noviembre de 2011

Batalla en los cielos y en la tierra.

Como podréis ver, hemos sobrevivido. De lo contrario no estaría escribiendo esto.

"Hemos", quizá sea una palabra muy optimista, yo he sobrevivido, y por eso escribo. No adelantaré más acontecimientos.

La batalla estaba perdida. Estaba perdida antes de comenzar. Aquella estructura gigantesca, casi hermosa, vomitaba muertos. Era una masa compacta de cuerpos que se movía al unísono, en formación. No podían hacer más, pero era suficiente. Estaba perdida también cuando vimos al ejército de Blanca, Blanca que vino subida en su dragón a ver cuales eran nuestras posiciones, para así organizar su propio ataque.

En la lejanía se podía ver el vómito de la montaña del enemigo. Nosotros habíamos permanecido en un alto, ya que ellos abandonaron la fortaleza para atacarnos. Teníamos una pequeña sorpresa... pequeña, como luego se vió.

Rodrigo, por una vez, permaneció guardando la línea de batalla, sin salirse. Las atrocidades cometidas le habían enfriado, en cierto modo. Todos sabíamos que era una frialdad calculada: la suficiente como para elevar en proporción geométrica el nivel de destrucción que necesitaba conseguir. No obstante, la espada sin Brau se iba haciendo con el alma de su portador, de manera inevitable.

Blanca nos saludó con la mano y volvió a su frente. Sus nagashi formaban con perfecta disciplina.

Comenzó la batalla y comenzamos a perder. Sabíamos que esta enormidad no era el ejército de verdad. Eran muertos estúpidos, muertos destinados a rodearnos, a encenagarnos, a debilitarnos durante días de lucha. Destinados a propagar infección y enfermedad. El trabajo fue muy duro. Nos daba igual pararlos. Ya la peste nos comenzaba a asfixiar. Las moscas que los acompañaban nos aturdían, eran agresivas, se nos metían en los ojos.

Los de la mano vacía se reservaron. Su fuerza siempre ha sido golpear el punto débil, el menos esfuerzo y el mayor resultado. Los muertos no eran el objetivo más indicado para ellos.

Era cuestión de arma blanca.

La nube de moscas, inmensa, nos impedía ver cómo le iba a Blanca. Pasó un día. Durante un tiempo pudimos ver mejor, porque un compañero de los hijos consiguió poner en marcha el lanzallamas, un artefacto de guerra, con el que había estado experimentando. Esto expulsó las moscas y vimos que Blanca estaba perdiendo terreno. Al lanzallamas se le gastó enseguida el combustible, no pudimos ver más.

Anochecía. La gente se iba cansando. Pero los muertos nunca se cansan. Hacíamos uso de sus miembros cercenados para levantar barricadas, verdaderas montañas de carne corrompida. Las moscas si que pararon con la oscuridad.

Pero Rodrigo no parecía desanimado. No se dejaba convencer por los timoratos que le pedían que abriera una vía de escape. Todo el día habíamos estado avanzando o permaneciendo en alguna posición.

-Con la noche llegará nuestra esperanza, ya lo veréis. -Decía.

Bien, para ver estaba demasiado oscuro, pero sentimos el suspiro, el lamento de los difuntos. Comunicado con el mundo de los espíritus como estaba, Rodrigo lo sabía de sobra. Pero a mi y al grupo que me acompañaba nos lo dijo Edouard, el chamán. Respiró el aire y sus tatuajes parecieron comenzar a moverse por si mismos.

-Ah, la mujer airada llama a los espíritus de los difuntos.

Eramos el grupo de vanguardia. Yo me enteré de todo, porque me paso las batallas, desde aquel día en que maté a mi amante, Peret y a muchos otros, mano sobre mano. Soy el arma de último recurso, porque de entrar en acción peligraría también nuestra gente. Estaba tranquila, relativamente. Y los cadáveres recuperaron... su esencia. Los espíritus dueños de esos cuerpos volvieron debido al efecto creado por Rosario. Revivieron de verdad y tal fue el horror reflejado en sus caras, que todos paramos, y nos estremecimos.

Todo el ejército del Rey, del Dragón, ese cuya vida era una burla de la vida. Todos los zombies comenzaron a suicidarse, a desmembrarse, a devorarse. Nos apartamos de ahí, acongojados y con miedo, pues no eran inofensivos en modo alguno. Llenos de cólera se destrozaban. Los mejor conservados se hicieron con combustible y armas blancas, y antes de suicidarse, acababan con todos los compañeros que les rodeaban.

Así acabó el ejército de Zombies del Rey. Así pudimos, por fin, enfrentarnos a sus verdaderas huestes. Por encima de una muralla de carroña, asistidos por algunos de los zombies más valientes (y dado el número inicial, eran una buena cantidad)

Sus jefes provisionales nos dijeron por señas que perpetrarían su suicidio haciendo de carne de cañón para nosotros.

Pero ¿Y los cielos? Los cielos eran de Blanca Cueto.

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Cuadrandoiro

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